Cuando Jesús estableció la iglesia tenía una razón, un propósito, UNA MISIÓN. Como Cristo había cumplido Su misión, la salvación del mundo fue alcanzada en la cruz, por Su sacrificio, que es más que suficiente para rescatar a toda la humanidad. Luego, las buenas noticias necesitaban llegar a todas las personas. Para esto, nos dio una MISIÓN.
Así, el énfasis del cierre de los evangelios y de la apertura del libro de los Hechos, apuntan en una misma dirección: Un llamado a todos los que siguen a Cristo para que “hagan discípulos a todas las naciones” (Mateo 28:18-20), tomando la tarea que el Padre entregó a Su hijo, como su propia misión (Juan 20:21-23), con la seguridad de que solamente con el poder del Santo Espíritu, podrán ser testigos de Jesús y compartir con todo el mundo el mensaje de la salvación (Lucas 24:49, Hechos 1:8).
A la luz de estos textos bíblicos, y de tantos otros, se puede afirmar que no es la iglesia que tiene una misión, sino que la misión tiene una iglesia. El Señor tiene una misión y para ello estableció Su iglesia. Existimos por esta misión y si nos olvidamos de eso, perdemos la razón para nuestra existencia.
En las palabras de Elena de White: “la Iglesia es el medio señalado por Dios para la salvación de los hombres. Fue organizada para servir, y su misión es la de anunciar el Evangelio al mundo. Desde el principio fue el plan de Dios que su iglesia reflejase al mundo su plenitud y suficiencia. Los miembros de la iglesia, los que han sido llamados de las tinieblas a su luz admirable, han de revelar su gloria. La iglesia es la depositaria de las riquezas de la gracia de Cristo; y mediante la iglesia se manifestará con el tiempo, aun a “los principados y potestades en los cielos” (Efesios 3:10), el despliegue final y pleno del amor de Dios” (Hechos de los apóstoles, p. 9).
Con esta perspectiva “Dios toma a los hombres tales como son, con los elementos humanos de su carácter, y los prepara para su servicio, si quieren ser disciplinados y aprender de él. No son elegidos porque sean perfectos, sino a pesar de sus imperfecciones, para que mediante el conocimiento y la práctica de la verdad, y por la gracia de Cristo, puedan ser transformados a su imagen” (Deseado de Todas las Gentes, p. 261).
Esto es lo más sorprendente, que para una misión de tal magnitud, el Señor elija contar con seres humanos limitados y frágiles para revelar al mundo Su plenitud y suficiencia, Su gloria y el despliegue final y pleno del amor de Dios. ¡Extraordinario!
Nosotros hemos recibido este llamado, esta misión. Privilegio inaudito, responsabilidad sin medida. Y más que vivir esta misión en lo personal, como ministros del evangelio, fuimos llamados a liderar un movimiento misionero. Como evangelistas preparamos y capacitamos un ejército de evangelistas. Como enviados, enviamos. Como misioneros, formamos nuevos misioneros.
El plan del Señor para cumplir la misión sigue siendo el mismo. Sus promesas también. “El que llamó a los pescadores de Galilea está llamando todavía a los hombres a su servicio. Y está tan dispuesto a manifestar su poder por medio de nosotros como por los primeros discípulos. Por imperfectos y pecaminosos que seamos, el Señor nos ofrece asociarnos consigo, para que seamos aprendices de Cristo. Nos invita a ponernos bajo la instrucción divina para que unidos con Cristo podamos realizar las obras de Dios” (Deseado de Todas las Gentes, p. 264).
Que el Señor encuentre en nosotros, siervos listos para escuchar Su voz, y prontos a atender Sus órdenes. Si lo hacemos, Él va a hacer Sus obras en nosotros y por medio de nosotros.
Dios los bendiga.
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